El agua representa el 80 por ciento de la composición de la gran mayoría de los seres vivientes de la Tierra. Asimismo, interviene en sus principales procesos fisiológicos. Interviene decisivamente en los escenarios climáticos en todas las latitudes. Podríamos pasarnos horas destacando sus particularidades físicas; únicas en el universo. Circula por nuestras bocas a diario. Jugamos con ella. Sostiene las redes alimentarias que establecemos con los suelos…
Y es que, en el misterio que aborda la existencia humana, no ha habido un sólo ámbito donde dos partículas de hidrógeno y una de oxígeno acompañen la escena. Desde los vasos que acompañan las reuniones de presidentes y autoridades políticas, las fiestas familiares, los paseos de las mascotas; las botellas de estudiantes de todas partes, en medio de sus clases. Es un hecho constitutivo de cualquier vida. Cualquiera.
Ha de ser por eso que se le conoce como el disolvente universal. Porque, de alguna manera, todos y todas nos encontramos entrelazados con sus efectos. Somos agua que consume agua. Permanente flujos que entran y salen de otros. Se unen. Se separan. Estamos diluidos en eso que el periodismo suele llamar “El vital elemento”, idea que suena fuerte pero sin peso, sobre todo en épocas en que el consumo desmedido de una minoría, agobia el devenir de comunidades enteras, sólo para producir una de las pocas cosas donde el agua no está: dinero.
De un modo u otro, es necesaria la existencia de una conciencia sobre el agua, no sólo como un objeto, una idea conmemorativa en una efemérides, sino como una parte de nuestra propia continuidad como especie. Decirlo, claro está, es mucho más fácil que llevarlo a la práctica: desde tomar duchas más cortas, hasta tomar decisiones trascendentales de habitabilidad, como el reciclaje, el uso cotidiano de la bicicleta, el uso del huerto en las casas, el tratamiento de aguas servidas y un eterno sinfín. Eterno como nuestro vínculo con este líquido sin color, sin sabor, pero que posibilita que respiremos, produciendo, desde el océano, cantidades abismales de oxígeno, producto de las interacciones de los microorganismos, que en este instante mueren por comer microplásticos que han llegado hasta allí por la acción humana.
No paramos de habitar desde, en y por el agua. Somos un océano de personas. Es de esperar que las generaciones que vienen, sepan renovarse y disolver los desacuerdos y distancias que hoy nos mantienen en urgente peligro por la preservación. Que, como el agua, refresquen el futuro de una nueva humanidad. Esa que no es más que partículas que toman la forma de aquello que las contiene: Nuestro planeta.

Columna de Opinión
Docente Diego Vergara S.
Profesor Lenguaje CCA